Papá Nöel
Era uno de esos meses de mayo excepcionales, como sólo se conocen dos o tres en la vida, y que tienen la luminosidad, el gusto y el olor de los recuerdos de infancia, pues le recordaba a la vez su primera comunión y su primera primavera de Barcelona, cuando todo era para ella nuevo y maravilloso.
Ese día de primavera se encontraba muy feliz: su nieta había venido a pasar unos días con ella; con Judith todo era diferente, no necesitaba volver la vista atrás para no ver las sombras del pasado que tanto la perturbaban.
Siguieron caminando calle abajo, disfrutando del último canto de los pajaritos que buscaban refugio en los frondosos árboles, pegados unos con otros, dando la sensación de un camino irreal.
De repente, a un paso de su casa, ella se quedó en suspenso, atraída por un lejano ruido, por un soplo de aire tibio, por la mancha clara de una sombra que la trasladaba a veinte o treinta años atrás. Se asustó un poco; fue una sensación extraña, como una premonición. La niña lo notó.
—Yaya… ¿estás bien? —Sí, cariño, sí, muy bien.
Al rato llegaron a casa y ella se sentía tan cansada que apenas cenó. Acompañó a su nieta a la cama después de darle algo suave que comer, ya que, aprovechándose de su yaya, había comido unos chuches de más. Le puso el pijamita y, con un besito de buenas noches, la arropó.
—¿Me contarás un cuento, yaya? —dijo Judith con una sonrisita. —Claro, cariño, claro que sí. —Gracias, yaya. —Pero hoy será diferente; te contaré una historia que te hará muy feliz. —¡Sí, yaya… de verdad! —dijo emocionada.
—Mira, tú no lo sabes, pero cuando duermes tus juguetes se despiertan y empiezan a jugar ellos solos. El ferrocarril se pone en marcha a la voz de: “¡Pasajeros al tren!”, mientras el caballo alado vuela por encima de los prados y las montañas hasta tu cama; es el encargado de vigilar tus sueños para que sean bonitos y agradables. Si nota algún peligro, avisa a tus juguetes y vienen todos a ayudarte: los bomberos, los pasajeros del tren, los gatitos, los perritos…
—¿Todos, yaya? —Sí, todos, hija; ¡hasta los ositos que tanto quieres! Dejan sus juegos y vienen medio corriendo, medio volando, prestos en tu ayuda. —¡Siii…! —dijo, esbozando un suspiro de emoción. —Lo hacen porque saben que los quieres mucho. Pero ahora tendrás que dormirte para que puedan jugar ellos. —Sí, yaya… me dormiré muy, muy deprisa —dijo nerviosa de emoción mientras apretaba sus ojitos muy fuerte.
Ella siguió narrando muy bajito, como en un susurro, mientras la suave música de Mozart fue cobrando prestancia y, con la niña en sus brazos, se dejó llevar hasta que, agotada, se quedó dormida.
Pasó el tiempo; no sé cuánto. De repente oyó unos pasos lejanos que se acercaban; asustada, se despertó. Por unos instantes tuvo la misma sensación extraña de antes en la calle, el mismo soplo de aire tibio… Su cuerpo se estremeció, tenía miedo y se refugió en su nieta. Abrió sus ojos finos, escrutadores y desconfiados, y vio a Papá Nöel.
Pasaron unos segundos interminables; parecía un sueño. Sonrió y, mirando a Judith como si fuera un “adiós”, le apartó el flequillo que tapaba sus ojitos.
—¿Por qué siempre me imaginan diferente? —dijo Papá Nöel muy enfadado, frunciendo el entrecejo.
Mozart, Sonata para piano solo, K. 332 — 2.º movimiento, Adagio.
P. D.: En mis escritos no hay límites entre lo ordinario y lo extraordinario. Todo existe al mismo tiempo. Los límites son una creación mental. CARLOS